amelia

Por Ana María Careaga

Lo primero que quiero decir del libro es que es un libro mágico. Y este término lo tomo de la acepción que a él le daba Nora -entre otras-, que era en el sentido de lo que se resolvía “mágicamente”. Y efectivamente esto le atañe a Nora porque, según me cuenta la autora, este libro nace Cuento y crece Novela a partir del pedido de Norita, que por supuesto aparece nombrada acá.
Zuleika le leyó el cuento y Nora preguntó: “¿Y cómo sigue?”. Y así sucesivamente hasta que como los adolescentes que están saliendo de su casa, tomó vuelo propio, y se hizo grande.
Y es mágico porque introduce licencias que nos habilitan a tramitar algo de lo traumático por la vía del absurdo o de lo imposible. Y que nos permiten nombrar algo de lo innombrable -de lo traumático, decía- en el intento de metaforizarlo.

Por ejemplo: la muerte en los seres humanos es traumática. Y no tiene inscripción psíquica, uno sabe qué se va a morir, pero de eso no se sabe, eso genera incertidumbre, de ahí los ritos de las culturas para construir un hacer con la muerte, los velatorios, la vida después de la muerte, etc. Como dice la autora o, mejor, le hace decir al personaje: “…el asunto con la muerte, es que no tenés quién te guíe” (p.71).
Y aquí es donde entra Amelia y la eternidad, en esa vida de muerta que le permite recorrer la historia, anticiparla, ir y volver, aunar solidariamente causas justas, y hasta darse el gusto de pequeñas venganzas por deslealtades no elaboradas que permiten decir lo que había quedado pendiente en vida.
“Los muertos se llevan en el corazón, no amontonados como los tenés vos en la garganta, pobre gente. ¡Sacalos para afuera de una vez, gritalo carajo!” (p.10), interpela, Amelia.
Dando cuenta de que el grito es un modo de hacer frente al dolor de la pérdida. Y los muertos son siempre nuestros, los de Guernica, de los que habla la autora, y los que brotan en la ronda de la Plaza que nos trae, al grito de ¡Presentes! A las desaparecidas, los desaparecidos.
El libro también nos habla de que nuestros muertos vuelven en los sueños, y que ellos también pueden ser -y son- nuestra Patria cuando ésta se está perdiendo. Cuando “lo que era tuyo se vuelve ajeno” (p.22). Eso que deja heridas que se reabren, cuando “nos duele otra vez el corazón”, y el espanto renace (p.90).
“Ahora mi patria eres tú” (p.15), le dice Fermín, el personaje del amor, que recuerda a su abuelo por y con la fuerza y la nobleza del roble.
“Lo primero que aprendí estando muerta es que se puede llorar” (p.18), dice Amelia, brindándonos una licencia para no ahogar el dolor, el de los aviones que bombardean plazas, y también bombardean cuerpos.

Y su respuesta histórica: Las Madres. Y la posibilidad de llorar a los vivos “igual que nos lloran a nosotros” (p.22). Propiciando, en el sabor salado de esas lágrimas, algo de ese encuentro irremediablemente imposible, de ese “me quiero morir” del sufrimiento porque “una sola muerte no me alcanza” frente a “un dolor tan grande” (p.56).
Y el libro nos trae un poema que reza:

“Dónde estaré mañana.
Una voz que ríe y llora.
Una madrugada.
El tiempo en nuestras manos, y de repente nada” (p.65).

Y acerca de eso entonces refiere: “Todo me duele. Me duele lo que viví. Lo que no. Lo que morí. Lo que murieron otros. Me dolés vos, carajo. Me duelen tus viejos. Me duelen los míos, más muertos que yo” (p.60).
Aparece el “no volver jamás” pero sin nunca irse (p.33), dejando “una medianera triste”. Me detengo ahí porque la medianera es lo que separa, pero a la vez junta, media, es el vecino, es la comunidad.

Cito:
“Se fue (…)
Dejó una medianera triste.
Un patio que lo busca.
Andá a saber cuántos zaguanes.
Y el barrio, claro.
Dejó el barrio y se fue a gastar la madrugada en otro cielo” (pp. 35-36)

Acá podríamos colarnos y decir un cielo sin aviones que tiran bombas, o cuerpos.
Y pensamos en nuestros seres queridos porque “cuando alguien querido muere (…) todos nuestros muertos vuelven a morir” (p.36).
La autora se pregunta desde esa dimensión en la que se mueve con soltura en su escritura: “¿Se podrá enloquecer en la muerte?” (p.39).
Tal vez podamos pensar que se puede elegir el modo de enloquecer en la vida frente a la ausencia, como las Madres locas de la Plaza de Mayo.
Amelia describe la angustia frente a la pérdida para decir luego “hasta yo me fui y me quedé sola” (p.43), describiendo tal vez sin saberlo que cuando uno pierde a un ser querido no pierde solo a ese que se va sino lo que de una se va con él.

Y Amelia recorre así, volando, esas pérdidas. Vuela y gira, y más gira, “gira con intención”, nos dice (p.44). ¿Cuál? La de sobrevolar la historia. Porque da vueltas por la historia (p. 45) pero la sobrevuela. Entra y sale, porque Mecha le enseñó a no caerse de la historia para poder contarla (p.46). A no morir, aunque muera, a vivir en la Memoria (p.46) y conversa con próceres, y Belgrano le dice que “lo importante es que no se roben el país” (p. 47).
Y vuelve sobre los muertos que en la Plaza -como siempre se encargan de recordarnos las Madres-, alumbran la marcha de los vivos. “Como a los nazis les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar”, entonan (p.54).
De eso nos habla Amelia o Zuleika a través de la voz de su personaje central, de la muerte y de la eternidad (p.55), que no se puede medir (p.56).
Y de la desaparición, porque no se puede encontrar lo que no se ve, lo que desaparece… Sin embargo, el desaparecido dice: “Mi vieja siempre me vio. Por eso nunca dejó de buscarme” (p.56), “… se levantó cada mañana pensando en encontrarme” (p.65). ¿A quiénes? A esos, a los que “algo habrán hecho”, “andá saber en qué andaba(n)” (p.63), “los compañeros muertos, los desaparecidos”, esos, que “están más vivos que nunca” (p.57).

Dice Amelia, acercándose al final…: “Más de 46 años después de mi muerte, me siento en el mismo banco a mirar la misma historia. El mismo cielo negro. Las mismas balas contra el mismo pueblo” (p.70).
Y se pregunta por qué le está costando, que no sabe para dónde agarrar, que “a quién le pedís que te ilumine” y “en quién descansás la esperanza de que desde algún lugar te mira. A qué más allá te aferrás para seguir caminando”. Insiste (p.71).
Y nos trae algunas respuestas: “un montón de paraísos que no sabemos que lo son, hasta que mueren”. El de la infancia, la vida, el amor (pp.72-73). O sea, nosotros, nosotras.
Porque además nos dice acerca del amor correspondido que “es saber que el otro elige existir en nuestra vida (…) y existir para siempre, (…) para el otro (p.76).
Nos trae algunas respuestas, decía: por ejemplo, el pañuelo, que encandila (p.84). Y entonces los dinosaurios tambalean, y se descascaran (p.85).
Nos trae algunas respuestas, decía: por ejemplo “voy a la Plaza” (p.90).
Y Zuleika nos invita -vaya convite-, a través de sus personajes que piden refuerzos en la Plaza para enfrentar al mal, al reencuentro de Norita con Gustavo (pp. 82-83). Norita con Gustavo.

Y acá termino con una breve lectura directa del texto:
“No hay vida después de la muerte.
Yo sé que decepciono a más de uno, pero hay pura muerte nomás.
Hay historias.
Hay alegrías.
Hay dolores.
Hay casi todo lo que había, pero muerto.
Ojo que también hay esperanza.
Más de este lado que de aquel, te diría.
Y alguno podrá decir ¿Para qué sirve?
Para seguir despiertos.
Para empujar.
Para acompañar” (p.79).
Para seguir caminando, agrego.
Sigo citando a la autora:
“Montan dinosaurios enormes, rabiosos.
Miro mis pies, clavados a la tierra.
De mi pecho, brota la sangre que perdí.
Caen las balas que me dieron.
Mis heridas se iluminan, atravesadas por el sol.
Me llega el olor del río.
(…) Emergen uno a uno nuestros muertos.
Remontan vuelo. Surcan el cielo.
No como rayos, o estrellas fugaces.
No.
Se desplazan simplemente por el aire.
Los verdaderos dueños de la Plaza.
La caminaron ayer.
La sobrevuelan para siempre.
Despliegan los brazos.
Levantan las banderas en el aire igual que lo hicieran en la tierra:
30.000 veces volveremos (p.81).
Y agrego: Hasta la eternidad.

Ana María Careaga
Psicoanalista, Doctora en psicología, Directora del Instituto Espacio para la Memoria